Dragón de fuego

"Soy un fuego inextinguible,
el centro de toda energía,
El corazón firme y heroico.
Soy la verdad y la luz,
En mi imperio abarco el poder y la gloria.
Mi presencia
Dispersa las nubes oscuras.
Y soy el elegido
Para dominar a los Hados".


SOY EL DRAGÓN







viernes, 6 de mayo de 2011

Alas

En la vida de alguien, siempre hay un momento en que existe otro alguien. Un alguien que casi suple la existencia de aquél que le siente, que le ama, que sólo es feliz ante su presencia.


Ella también tuvo un alguien una vez. Y supongo que ese alguien también la tuvo a ella. Sólo los vi unos minutos y ese tiempo me bastó para sentirles, para llenarme de su amor. Fue en una exhibición de vuelo de águilas y halcones, en un lugar hermoso, aún más hermoso con ellos allí. Hablaban bajito, casi susurraban, como queriendo evitar que alguien pudiera oírles. Como si no quisieran que nadie les viera tampoco, mantenían las manos unidas, ocultas entre sus cuerpos muy juntos, sentados en una de las gradas desde donde disfrutaban de la exhibición. No se cogían las manos como suelen hacer los novios, uniendo dos momentos, el de él y el de ella, porque al parecer, no lo eran. Sus manos no estaban quietas, tranquilas, una mano no calmaba el ansia de la otra. No, aquellas dos manos, la izquierda de él, grande, de dedos largos de uñas cortas, de piel morena, fina, fuerte; y la derecha de ella, infinitamente menor pero también grande para una mujer pequeña, de dedos largos de uñas pintadas de rojo vino, de piel suave, y también fuerte. Mientras un halcón daba vueltas sobre sus cabezas alzadas mirando al cielo de aquella tarde europea, aquellas dos manos hacían el amor. Dedos entre dedos, palma sobre palma, uñas acariciando, rascando la piel. Aquel hombre y aquella mujer se amaban tan fuertemente en ese instante, que sus manos temblaban ante el roce de sus pieles entre tanto apasionado movimiento.

Lo mismo ocurría con sus miradas. Los ojos de él buscaban los de ella en cada cese, en cada descuido, en cada instante de soledad buscada y nunca conseguida. Sus cuerpos pegados el uno al otro sobre un asiento de piedra, lado a lado, ropa con ropa, la piel de gallina al ver un águila volar hasta el potente brazo del monitor de vuelo, o domador, o como quiera que se llame el que enseña a las aves, a volar en círculo.

Los labios de ella, pequeños, redondeados, pintados de fucsia, una boca de beso que dibujaba una sonrisa eterna. Parecía que, pensara lo que pensara su mente, hablara de lo que hablara su lengua, hiciera lo que hiciera su ser, la sonrisa existía por sí sola, haciéndose dueña de su rostro durante aquel amor fascinante. La boca de él, de labios finos, parecía esperar siempre un beso, su beso.

Tras ellos se extendía un paisaje de algún lugar de Europa. Un campo verde y lejano, un río grande de agua gris aún más lejano, un cielo azul de nubes blancas con aves que lo sobrevolaban; y vacío, el temido vacío de una pronta separación. Apenas quedaban doce horas para decir adiós. Una noche. Una sola noche que además no compartirían sino a través de sus sueños, y después, la nada, la puñalada, la sentencia, la falta fatal del otro. La ausencia a bocajarro de aquella repentina felicidad. Porque al parecer, hay amores en los que todo es repentino, y apenas eso, en tan poco tiempo, se puede aprender a soportar.

El le había hablado a ella de sus sueños muchas veces. Las veces en las que jugaban a planear un futuro, las veces que soñaban con una nueva vida, las veces en que la palabra siempre, aparecía en su conversación, en todos los idiomas. El le había dicho que nunca su corazón había sentido tanto ni tan fuerte hacia ninguna otra mujer, que nunca había echado tanto de menos a alguien teniéndola aún tan cerca, que nunca nada como con ella, que la quería, que estaba enamorado, que un amor así sólo se tiene una vez en la vida y en algunas vidas, no se tiene nunca. El se había dicho a sí mismo y a ella, que tenía suerte de haberla encontrado, que agradecía a Dios su mera existencia, porque ella era un regalo.

Ella también le había hablado algunas veces. Le había dicho casi las mismas cosas y si no, las había sentido que casi era lo mismo. Pero ella había hecho algo más con las palabras de él, las había creído. Las había tomado, mimado, cuidado, y sin apenas darse cuenta las había hecho completamente suyas, sin advertir que las palabras no son propiedad de nadie y que, como aquellas aves, vuelan y vuelan en redondo hasta que un día, sin que nadie sepa por qué, se escapan y ya nunca vuelven a regresar.

Aquella tarde, él le tradujo una historia que el monitor del vuelo de las aves había contado. Era la historia de un buitre. Un buitre que se mantenía erguido sobre su palo y que miraba al vacío sin descansar. Había nacido en cautividad. Había crecido en una jaula. Nadie le había enseñado a vivir, tampoco a sobrevivir. Nadie le había enseñado a ser buitre ni a hacer nada de lo que hacen los buitres, como por ejemplo, volar.

¡Qué ironía, que nadie se hubiera ocupado de enseñar a volar a un buitre!, se preguntó ella. Porque ocurre que cuando los seres nacen atados, encerrados, sea de la materia que sean sus barrotes, hierro o temor, sería justo que hubiera alguien que les enseñara a volar. Quizá sólo por ese quizá. Quizá por un por si acaso. Quizá por un...algún día.

Una vez liberado al llegar a su madurez, una vez trasladado a aquel lugar donde la libertad se le entregaba de repente, como un juguete sin libro de instrucciones, el buitre no supo jugar. Y decidió esperar a que llegaran mejores tiempos, como antes, como cuando aún vivía enjaulado lo hizo porque se dio cuenta de algo muy importante, que tan sólo había cambiado la materia de la que estaban hechos sus barrotes, pero que
continuaba enjaulado, y se dijo...¿Cómo saltar al vacío cuando nadie lo rellena? ¿Cómo volar cuando las alas se cierran y se paralizan ante el miedo? ¿Cómo moverse siquiera ante la magna idea del incierto futuro, cuya ignorancia nunca nos protege?...

El, acabó de traducir la historia y como el buitre, hubiera deseado tener ante sí, en lugar de vacío, una escalera por la que bajar con la seguridad de un rellano a cada pocos escalones, con su barandilla por si había un tropiezo, con su poco a poco, con su largura, con su final tardío, con su paciente espera, y con la sencilla alegría de un ...será...mal dicho y en un imperfecto futuro sin declinar.

Ella, acabó de escuchar la historia y como el buitre, se sintió temerosa y temblando, también hubiera deseado una plácida escalera e incluso un ascensor. Pero sólo vio vacío ante sus ojos. Ella, le miró a él e intentó asumirlo. Aún no estaba todo perdido, pensó. Las escaleras no se construían solas, sin duda, alguien las había hecho.

Los amantes se fueron al empezar la noche. El buitre continuó allí, con sus patas agarradas al tronco de su palo. Aquél no había sido el día, quizá mañana, quizá pasado. O quizá un día ya no existiría un quizá. Mejor, pensó, más cómodo si cabe, así nunca tendría que intentar el vuelo.

Al día siguiente, en el aeropuerto, ella debía coger un avión. Dos mil kilómetros de tierra de este planeta les separarían. Dos mil kilómetros de cielo tendría que recorrer a la fuerza para lograr una ausencia no deseada. El la abrazó, la miró, le dijo. Ella también ...Tengo el corazón aplastado...exclamó una sola voz y dos amantes. Lágrimas mal retenidas, suspiros incontrolados, sonrisas preparadas con demasiada atención como para parecer verdaderas, gafas de sol que ocultaban las miradas que se buscaban en un para siempre, y dolor. Un tremendo y absurdo dolor.

Ella se quedó allí, viéndole caminar de espaldas y en dirección contraria. El se dio la vuelta, viéndola avanzar hacia dentro. El hacia fuera. Ella pequeña, lejana. El borroso, apenas un punto en la lejanía que, con una mano alzada le decía adiós. Ella, un sueño. El, un recuerdo. Y después, la crueldad.

Porque es una crueldad que la vida separe a los amantes. Porque es una crueldad que el mundo aleje a las personas y que las circunstancias de un pasado por separado, no permitan que el futuro sea conjunto. Porque es cruel que uno desee luchar y el otro sólamente sueñe. Porque como el buitre, los seres humanos temen, sienten, y sufren. Y pueden elegir arriesgar o continuar sufriendo en el viaje de sus vidas. Y pueden perder o pueden ganar. Y pueden construir escaleras o pueden esperar a que el destino las construya, sin saber que Dios, sólo agrega los materiales. Sí, es muy duro ser albañil cuando nunca se ha construido nada. Puede que sea menos duro, no volar.



Antes de despedirse, él le preguntó a ella si creía que el buitre se atrevería a alzar un día el vuelo. Ella respondió que sabía que al menos lo intentaría. Después, bajó un primer escalón que construyó desde la ausencia, desde la cruda sorpresa de una vida echada abajo; desde la amargura de un partir de cero, desde un vacío mayor que el de aquel buitre; desde la nada; desde el no amor con el amor de él; con el amor de ella; con la pasión de alguien que sin armas, decide luchar por encima de todo y de todos, con la dulzura de la confianza inocente, con la ingenuidad de creerse amada y el empeño en ser feliz.

El, se agarró al tronco de su palo con la fuerza invencible del miedo, la pereza, y el conformismo. El no voló. El mintió, a ella y a su propio corazón. El vivió. Ella se sintió muerta.

Y yo, el buitre, he llegado esta mañana con mis alas hasta el aeropuerto, porque quiero que me enseñen a volar los aviones. He visto despegar uno, rumbo a la nada. Y es que el amor, sólo a unos pocos seres nos da alas, y a muchos menos les dice, como utilizarlas.

"32 maneras de escribir un viaje"

Cháfer Reig


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